El pueblo crea comunidad. La ciudad, convivencia


01. LAS PLAZAS DE LOS PUEBLOS

En mi pueblo no hay una plaza como tal. De pequeños, solíamos congregarnos en las escaleras de Dulia. Los más calurosos se sentaban enfrente, a la sombra, en el alféizar de la antigua cantina, donde mi padre vivió de niño y que, finalmente, hemos convertido en nuestro salón-biblioteca.

Estas escaleras no llevaban a ningún lado. Con apenas unos escalones de subida y los mismos de bajada, parecían diseñadas para que nosotros las aprovecháramos. En realidad, su propósito original era permitir el acceso a la vivienda de Dulia, elevada sobre la carretera.

Escaleras de Dulia, Redipuertas

Estos escalones, descuidados y rústicos, serían impensables en la ciudad. El cemento raspa la piel al mínimo roce, sus esquinas son la pesadilla de cualquier padre primerizo y su desnivel empeora cada vez que asfaltan la carretera. Pero así son los pueblos: rudos, reales, salvajes.

Por mucho que disfrutáramos allí, las escaleras no podían sustituir la función de una plaza. Las plazas del pueblo vinculan a sus habitantes en un interés común, transmiten tradiciones, validan tendencias, enseñan buenos modales. Son los lugares donde, al llegar por primera vez, sabes que debes mirar y adaptarte.

“Donde fueres, haz lo que vieres” — Refranero español.

En las plazas se forja el sentido de pertenencia y se moldea la identidad colectiva. En las ciudades, en cambio, las plazas no buscan unificar caracteres. Son sus servicios los que perfilan su ocupación: si hay un parque, lo llenan niños y abuelos; si hay bancos enfrentados, adolescentes compartiendo cigarrillos y música trap.

02. LAS DOTACIONES DE LA CIUDAD

Pero las ciudades cuentan con otros espacios que cumplen una función alternativa. Lugares donde personas con vidas y contextos distintos coinciden con un mismo propósito y que si bien no crean comunidad, fomentan la convivencia.

Uno de ellos es, sin duda, el gimnasio. Mi gimnasio es un edificio de tres plantas. En la de acceso, las máquinas dividen dos grandes zonas de entrenamiento. Cerca de la entrada, las clases grupales más intensas dominan el ambiente: un altavoz potente anula el hilo musical de cualquier auricular, logrando que toda la planta termine tarareando la misma canción.

Como en la misa de los domingos, cada horario tiene su público. Yo suelo ir a las siete de la mañana. Comparto espacio con personas de todas las edades, porque lo que nos une no es el año de nacimiento, sino la misión común: hacer que el madrugón valga la pena. La pareja de Deloitte, el bigotudo de la elíptica, las motivadas de la clase grupal... Nos reconocemos, pero apenas cruzamos palabras, salvo para lo estrictamente necesario: ¿Puedo coger la mancuerna?

Por la tarde, el ambiente cambia por completo. Son más jóvenes y van mejor vestidos. Suelen moverse en grupos, de un lado a otro con su batido de proteína. A última hora no verás a una señora mayor. Pero al mediodía, la piscina es su territorio.

Y la piscina, sin duda, es un servicio clave en cualquier gimnasio. Sin ella, no hay niños ni ancianos; con ella, los vestuarios —aunque huelan a humedad— se llenan de vida. Como también lo hace la imprescindible sala de spinning. Montarse en una bicicleta es como ponerse el casco de “Born to Kill” de Full Metal Jacket: da igual cómo seas que acabarás gritando, sudando y cantando. La bici elimina la vergüenza y democratiza el esfuerzo.

Por último, está la sala grupal. La pueblan mis favoritas, mis heroínas, las madres. Ellas son las reinas del aerobic y el GAP. Han conseguido negociar con su marido una hora de "dibujo libre" y no van a desaprovechar la oportunidad. Durante estos 50 minutos se mueven a toda velocidad tratando de liberar la máxima concentración de endorfinas que sea posible #myrespect.

El gimnasio no es el único espacio de mestizaje. Ocurre algo similar en las pequeñas salas de conciertos que atraen a artistas difíciles de catalogar y seguidores igualmente inclasificables. Chicas en sus veintes comparten pista con señores en sus cincuenta, cervecita en mano, abrigos largos y bigote sin peinar.

03. COMUNIDAD VS CONVIVENCIA

Tal vez las ciudades no sean tan salvajes, pero tienen su propio encanto. Mientras que en los pueblos nuestra identidad se moldea con el devenir común, en la ciudad podemos permitirnos la diversidad y, por ello, acabar siendo la media de aquellos con quienes con-ejercitamos y con-celebramos. 

En definitiva, de aquellos con los que compartimos lugar.

Me escribes. Si quieres. Te leo.

Carmen

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